LA PROMESA – URGENTE: María PIERDE el BEBÉ tras CAÍDA y Samuel CULPA a Leocadia
Lo que están a punto de presenciar en la promesa
!En los muros solemnes de La Promesa está a punto de revelarse una tragedia que marcará para siempre la historia del palacio. Es el relato de cómo la alegría más pura puede transformarse en horror en cuestión de instantes; de cómo el amor sincero de dos almas destinadas a luchar contra el mundo puede verse desgarrado por la crueldad oculta entre las sombras. María Fernández y el padre Samuel, después de haber desafiado prejuicios, normas sociales y el implacable escrutinio de quienes consideraban su unión un pecado imperdonable, habían logrado encontrar un remanso de paz. Por primera vez, tras incontables pruebas, divisaban un futuro luminoso. Pero esa serenidad era frágil, efímera, condenada desde el principio a romperse bajo el peso del odio ajeno.
Era una mañana dorada, tan hermosa que parecía presagiar bendiciones. María, con cinco meses de embarazo, caminaba por los pasillos con la delicadeza y el orgullo de una madre que siente crecer una vida en su interior. Su sonrisa era radiante, y su mano siempre reposaba sobre su vientre, como si quisiera proteger desde ya a su hijo de los peligros del mundo. En la cocina, Simona, Candela y Lope le habían preparado un pequeño festín para celebrar aquel momento de plenitud. Entre risas, halagos y bromas, el ambiente rebosaba alegría. Pero mientras todos compartían aquella felicidad, algo oscuro se deslizó silenciosamente entre las sombras superiores del palacio. Una figura cubierta por una capa negra observaba con atención cada movimiento de María, como un depredador siguiendo a su presa.
Pía, cruzando el corredor, sintió un escalofrío extraño. No vio nada, pero una intuición inquietante le advirtió que algo terrible estaba por ocurrir. Y no se equivocaba.

Al caer la tarde, Pía pidió a María que llevara unas toallas limpias al segundo piso. Algo rutinario, casi mecánico para alguien que conocía cada rincón de La Promesa. Sin embargo, aquella subida sería diferente. Mientras ascendía, una presencia invisible parecía seguir sus pasos. Al llegar al último tramo, escuchó unos pasos rápidos detrás de ella. No tuvo tiempo de girarse ni de gritar. Unas manos enguantadas la empujaron con brutalidad. El grito desgarrador de María atravesó todo el palacio mientras su cuerpo caía escalón tras escalón, golpeándose sin poder proteger la vida que llevaba dentro.
Simona llegó justo a tiempo para ver el final de la caída. El vestido de María se manchó de rojo, y el terror se apoderó de todos. La llevaron a una habitación mientras Samuel, al enterarse de los gritos, corría desesperado desde el jardín. Al llegar y ver a su amada ensangrentada, su alma pareció quebrarse.
El doctor Hernández tardó veinte minutos en llegar, que para Samuel fueron eternos. Y tras cuarenta minutos de lucha, salió con el rostro sombrío: el bebé no había sobrevivido. Samuel cayó de rodillas, gritando un dolor primitivo, irreconocible. María, consciente, apenas podía hablar; solo repetía entre sollozos el ruego desesperado de una madre: «Mi bebé… por favor, mi bebé».
Don Alonso convocó a todos los habitantes de La Promesa en busca de respuestas. Nadie había visto al atacante. Nadie excepto un fragmento de tela negra hallado por Curro, fina y cara, propia de alguien de rango noble. Petra, temblorosa, insinuó que Leocadia Figueroa podría estar detrás del crimen. La idea parecía descabellada, pero también inquietantemente plausible: Leocadia era conocida por su desprecio hacia lo que consideraba inmoral, y había condenado abiertamente el embarazo de María.
La investigación avanzó lentamente, pero una revelación inesperada vino de Petra: había interceptado una carta escrita por la propia Leocadia, en la que ordenaba que la “situación” de María fuera solucionada “a cualquier costo”. Esa carta había sido entregada en los aposentos de Ángela. Y fue Ángela misma quien, entre lágrimas, confesó que su madre había intentado obligarla a actuar, que ella se había negado, pero que en un acto de desesperación había confiado la información a Lorenzo de la Mata.
Lorenzo, aliado habitual de Leocadia, había sido el ejecutor. Había actuado en secreto, impulsado tanto por el fanatismo como por su lealtad enferma hacia ella. Después del ataque, desapareció.

Samuel, consumido por la ira, dedicó su sermón dominical a denunciar a Leocadia públicamente. Lo que antes era un sacerdote apacible se convirtió en un hombre marcado por el dolor, sediento de justicia. Gritó el nombre de la mujer que consideraba responsable directa del asesinato de su hijo, y prometió que no descansaría hasta que pagara por lo que había hecho.
Pero mientras el palacio entero se escandalizaba, Leocadia se movía en secreto. Al ser informada de que sería expulsada de La Promesa, lejos de sentirse derrotada, reaccionó con una frialdad aterradora. Ordenó una nueva carta para Ángela, dejando claro que aunque la criada había sobrevivido, el objetivo principal —la muerte del bebé— se había cumplido. Y advirtió que buscaría métodos más contundentes, profesionales, definitivos. La expulsión no detendría su sed de control ni sus planes siniestros.
A la mañana siguiente abandonó el palacio con porte impecable, como si se tratara de una dama que se marcha por voluntad propia, no una mujer desterrada por un crimen espantoso. Pero mientras su carruaje desaparecía, Samuel, desde la ventana donde acompañaba a María, lo observaba con una expresión de piedra. Sabía que aquella calma era falsa. Sabía que el peligro no había terminado.
María, aún debilitada, le preguntó qué harían cuando ella regresara. Samuel, con la voz firme, tomó su mano y prometió que esta vez estarían preparados. No permitirían que la oscuridad volviera a alcanzarlos. Si Leocadia buscaba guerra, no serían ellos quienes retrocedieran.
Y así, con el palacio sumido en el dolor y una amenaza acechando desde las sombras del exterior, se selló el inicio de una batalla silenciosa: una lucha entre el amor herido, la sed de justicia y el veneno insondable de una mujer dispuesta a destruir a cualquiera que desafíe su visión enfermiza del orden y el poder.>!